Conocía ese lado del bosque mejor
de lo que se conocía a sí misma. El sonido de la cascada, las pequeñas flores
azules que cubrían el sendero que llegaba hasta el río, el cielo que poco a
poco se pintaba de añil y con él, todo a su alrededor. Caminó hasta las rocas
húmedas y se sentó en el suelo, mirando el agua fluir y acariciando el pasto. Y
entonces, lo escuchó, sin embargo no volteó todavía, y sonrió para sí con el
corazón rebosante. Cuando por fin lo miró, aquel hombre estaba bajo la cascada,
meditando como siempre. El agua le golpeaba la piel desnuda, mientras que una
cortina de cabello le escondía el rostro. La serenidad del ambiente la
embriagaba. Y en un momento de buenaventura, él dirigió sus ojos hasta ella. Aquellos
ojos que poseían un azul imposible, casi sobrenatural y que parecían encerrar
universos enteros dentro de sí.
Pero el sonido de la cascada ya
no era cálido ni armonioso, sino que se había transformado en un rugido que
poco a poco le heló la sangre. Las flores se secaban al igual que el río, y el
suelo se marchitó en un instante como si hubiera sido arrasado por una
corriente de lava. El hombre ya no estaba ahí, sino que en su lugar había una
gigantesca figura de fuego similar a una serpiente que, como un látigo se
abalanzó sobre ella, quemándola y enterrándole en la piel sus afiladas garras.
Intentó escapar pero las fuerzas no le respondían. Gritó, hasta que por fin se
rindió al dolor de las llamas que la consumían…
A diferencia de años atrás,
Gléowyn ya no se sobresaltaba en medio de temblores y sudor al despertar de
aquella pesadilla. Abrió los ojos y suspiró resignada, sabía que no dormiría
más esa noche, así que se levantó. La fogata se había extinguido y quedaban solo
brasas. La mujer caminó hacia el filo del abismo y desde ahí observó el cielo
oscuro, sin luna. Las heridas de su pasado
eran ahora cicatrices pero aún el recuerdo solía atormentarla de vez en
cuando. Lograba sobrellevarlo lo mejor posible aunque todavía le costaba
trabajo sonreír. En realidad, desde aquellos lejanos entonces no lo había hecho
con esa naturalidad, hasta que se cruzaron en su camino el elfo y el montaraz.
Y ahora uno de ellos estaba en
peligro. Dos días llevaba Elaran sin reaccionar a la medicina élfica y Kiora no
lograba encontrar la cura para devolverlo a la vida. “Si no logra despertar
pronto, es posible que no sobreviva” había dicho. Se volvió hacia la tienda en
la que lo atendían y pudo ver a Haesil haciendo guardia. Se dirigió hacia allá
y el elfo no dudó en permitirle entrar. Ahí observó al dúnedain, tendido y
agitado como si tuviese al igual que ella, pesadillas.
- Noche difícil, ¿No es cierto, montaraz?
–dijo, y se sentó a su lado. Permaneció en silencio pensando en todas las
aventuras que habían vivido hasta aquel momento. Desde que sus caminos se
entrelazaron en el bosque y cruzaron espadas creyéndose enemigos, hasta que el
gran dragón Uruloth cayó muerto hacia las montañas. Después de tanta soledad,
la idea de perder ahora a un verdadero aliado y gran amigo le oprimía el
corazón.
- Elaran- dijo, tomando entre las suyas
la helada mano del dúnedain enano, sin importarle si la escuchaba o no -,
fortaleza, debes ganar ésta batalla más que cualquier otra. Nos ha llevado
hasta aquí. El camino es duro, pero aún en tormenta o a donde nos lleve el
destino, no habremos de dejarte caer, ni a tu amada tierra de la cual me
hablaste con tanto fervor. Tu lucha es nuestra… Lo sabes, ¿No es verdad…?
Pero el dúnedain no parecía dar
señales de haber escuchado palabra alguna. La hechicera bajó la mirada.
Entonces algo captó su
atención. Observó la mano del Elaran y
pudo apreciar en la palma una herida irregular ya cicatrizada, y a manera de un
rayo que le azotara la cabeza, recordó que era la misma herida que el general
de Carn Dum le hiciera con su espada en un momento de descuido. Y aquella, si
la memoria no le fallaba, era la mano con la que había sostenido la piedra. Es
decir que la piedra, en toda su energía había tocado la carne abierta de
Elaran, y de esa forma entrado en sus venas. Tras la súbita revelación, se
levantó de un salto y a toda prisa fue en busca de Kiora, que, exhausta por los
días intentando salvar al montaraz, descansaba en los brazos de Luzzen.
- ¡Kiora! ¡Luzzen! – los llamó,
haciéndolos despertar de un sobresalto. Luzzen se angustió al ver los ojos de
Gléowyn, abiertos como esferas.
- ¿Qué ocurre, Gléowyn?
–preguntó.
- Es Elaran… ¡Creo que se por qué aún
tenía los efectos de la piedra en su cuerpo!
Kiora
se levantó, ligera como una gacela observando a la hechicera.
- En Carn Dum, uno de los generales
hirió a Elaran en la palma de la mano con su espada. La misma mano con la que
sujetó la piedra momentos después, cuando perdió el control de sí.
- Eso quiere decir – continuó Kiora
con voz queda y mirando hacia el montaraz -, que la esencia de la piedra se
introdujo en su piel abierta… Si lo que dices es verdad, Gléowyn, quizás haya
una esperanza de salvar su cuerpo, pero algo de la fuerza de aquel artefacto,
su esencia y magia, quedarán impregnadas en él más allá de la sangre y la
carne. Y eso lo acompañará hasta el fin de sus días.
De inmediato, la elfa se dirigió a
la tienda seguida, por Gléowyn y Luzzen. Ahí, abrió el bolso en el que guardaba
los aceites y demás hierbas medicinales que Lord Elrond le había entregado para
el viaje, y comenzó a extender todo sobre la pequeña mesa que habían dispuesto
para tales fines.
- No es sencillo – dijo Kiora,
moviendo frascos y pequeños envoltorios con semillas y aceite, mientras Luzzen
seguía todos sus movimientos con los puños cerrados deseando ayudar -. La
poción debe descansar una noche por lo menos para que pueda expulsar los
residuos del cuerpo del dúnedain, como si fuera el antídoto de un veneno. Si
desean ayudarme, vayan a su lado y asegúrense de que siga respirando.
Kiora había luchado con todo su ser,
con el arte y precisión que Rivendel había dejado en su conocimiento para
terminar la mezcla lo antes posible. Habían pasado unas horas valiosas y
cruciales en las que Elaran palidecía cada vez más y su respiración dejaba de
escucharse poco a poco. Ahora su rostro parecía de cera.
- No podemos esperar más –realizó
Luzzen -. Debe haber alguna manera, Kiora, algo que sea pronto -. La angustia
en la voz del joven elfo era visible. Ella, arriesgándose al ver que se agotaba
el tiempo, apretó los labios. Tomó la daga que pendía de su cinto y abrió
nuevamente la herida en la palma del montaraz, Acto seguido abrió el pequeño
frasco y ungió la mano de Elaran, murmurando oraciones en su lengua natal.
Luzzen y Gléowyn observaban expectantes, sin embargo su amigo no daba señal de
reaccionar. Por el contrario, al cabo de un momento parecía demasiado quieto,
odiosamente calmado. Kiora se volvió hacia ellos con los ojos empañados.
Gléowyn no pudo evitar sentirse
culpable. ¡Si tan solo hubiera recordado antes aquel episodio de Carn Dum! Bastantes
seres queridos había perdido ya. ¿Quedaba dentro de ella otro pedazo de corazón
capaz de romperse?
Tomó
sin previo aviso su báculo, y apuntó a la mano de Elaran
- Gléowyn, has dicho que tu magia
no es capaz de sanar…- dijo Luzzen observándola con sorpresa.
- ¿Qué podría hacer? ¿Matarlo? Ese
montaraz ya tiene un pie en la tumba sin mi ayuda.
Y sin decir una palabra más, centró
sus ojos y su pensamiento en aquella marca que cruzaba la palma del dúnedain.
Una pequeña luz purpura de los ojos de la serpiente de su báculo pareció
desprenderse hasta los restos del antídoto de Kiora, y éstos comenzaron a
evaporarse.
Y el rostro de Elaran comenzó a
recuperar poco a poco su color a la vez que atrapaba una bocanada de aire.
Kiora se cubrió el rostro con las manos y Luzzen la abrazó, aliviado. Gléowyn
apartó por fin el báculo, sorprendida al no haberse debilitado, Lo que había
intentado hacer, era potencializar el antídoto y al parecer había funcionado.
Observaron al montaraz que por fin parecía dormir un sueño tranquilo. Los tres
abandonaron la tienda a la vez que amanecía, mientras Elaran pronunciaba entre
sueños palabras que nadie de ellos llegó a comprender.
Pero
al abandonar la tienda, la alegría en sus corazones se contuvo y de inmediato
se colocaron en guardia. El resto del pequeño grupo de elfos se encontraba en
posición de ataque mientras frente a ellos se erguía un único Uruk – hai
montado sobre un huargo.
- Traigo una advertencia para ustedes de
parte de mi Señor –dijo mientras arrojaba a sus pies un casco ensangrentado que
los elfos reconocieron inmediatamente. Kiora no pudo contener un grito de rabia
e impotencia que hizo sonreír a la bestia.
-¡Calmacil!
El Uruk-Hai, sonrió al escuchar el
grito. Para su negro corazón, un grito Elfo como ese, era música. ¿Cómo
reaccionaría ante el mensaje que traía? Deseoso estaba de escucharlo, porque la
maldad se alimenta de la desesperación, la tristeza y la muerte, con la
esperanza de crecer y triturar la belleza y la bondad del mundo, degustar la
sangre luminosa mientras ésta se apaga lentamente en sus fauces. Ya era hora.
Detuvo el movimiento del huargo y se irguió sobre él, mostrando cuan grande
era…