Uruloth
(Por Hugo Moreno)
El
rugido y contracciones de su estómago lo despertaron. El hambre era evidente:
la última vez que había comido –o devorado- algo había sido hace tiempo ya. Los
huesos de su última víctima estaban regados por el suelo, dando evidencia de
dónde había sido aquel festín hace largo tiempo ya.
Su
estómago no fue el único que lo despertó; el frío que se estaba colando por
entre las rocas que conformaban su cueva lo hizo temblar por un momento. El
calor que el interior de la tierra desprendía no era suficiente en esta época
del año para mantenerlo templado.
Desde
que llegó solitario al mundo habían pasado apenas siete inviernos, pero este
era especialmente gélido, la comida escaseaba y había pocos viajeros por los
caminos a los que pudiera sorprender.
Cualquiera
creería que se había corrido el rumor de que había nuevas bestias en el norte
que asechaban entre los escarpados acantilados de las Montañas Grises. Los
enanos de las ciudades de Ered Mithrin no se acercaban mucho más al norte por
el miedo que les habría invadido escuchar que su pesadilla no se había acabado
con Smaug.
No,
eso era imposible. El Último Magnífico dragón había caído hace tiempo ya: sus
huesos estaban en el fondo del lago y los hombres, esos despreciables seres
violentos, se sumergían para rescatar de entre ellos y el fango alguna joya o
moneda que hubiera servido al grandioso dragón como armadura. Se habían hecho
ricos con esos tesoros que El Dorado había ganado.
Con
tener los huesos del último dragón en el fondo del agua todos se sentían más
seguros.
No
había razón para que los enanos no viajaran más por El Brezal Seco. Todos los
grandes gusanos que habitaron ahí en algún tiempo estaban muertos. Las cavernas
estaban vacías. Los fuegos que una vez ardieron estaban extintos. Entonces,
¿Qué detenía a los enanos para que viajaran por ahí?
Se
levantó del montón de ramas viejas y secas que funcionaban de cama, una cama
muy incómoda, y caminó arrastrando su cola, una cola que se estaba haciendo
fuerte con el pasar del tiempo.
Pasó
al lado de los restos oscuros del cascarón que había sido el único testigo de
su nacimiento, y salió de la cueva en la que había dormido desde que llegó al
mundo.
Inhaló
profundo el frío aire exterior, un aire de tundra que pareciera que en los
últimos días se había vuelto polar.
Unos
copos de nieve aislados caían con las primeras luces de la mañana y que se
estaban acumulando encima de las rocas filosas del Brezal.
Quizás
no sea miedo. No, es idiota pensar que alimento como los enanos le tendrían
miedo a un nuevo rumor de dragones en el norte. Esas bestias con hachas y
escudos son demasiado necios. Quizás haya cosas que mantienen ocupadas a las
manadas de enanos. Quizás por eso ya nadie viajaba por esos fríos caminos.
¿Guerras? Si, a los enanos les encantaba sentir la adrenalina en sus cuerpos, y
cuando se comía a uno, siempre lograba percibir esa sensación amarga entre su
carne.
El
frío hacía evidente que el invierno estaba por llegar. Levantó el hocico y
olfateó profundo. No había enanos cerca, pero si uno o dos conejos por ahí.
De
pronto, olió algo diferente. Carne, pero no era enano ni conejo, ni de nada que
hubiera comido antes. Olía fresco, y como el aire venía en su dirección, estaba
seguro que había alguien caminando por el Brezal Marchito.
Caminó
en la dirección en la que el aroma venía. A pesar de que estaba creciendo
bastante y su cuerpo se volvía más y más voluminoso con el pasar de los días,
su paso era veloz y sigiloso, pocos lo hubieran escuchado venir. Se acomodó en
una saliente de la roca, y como su rugosa piel era oscura, logró camuflarse en
el paisaje. Esa técnica la había aprendido cuando era aún más joven, y el
hambre lo obligó a buscar sus primeras presas.
El
sonido del viento helado era lo único que se escuchaba, y aprovechó un
ventarrón para mirar valle abajo de dónde provenía el aroma fresco que llenaba
el aire.
Un
viejo camino que apenas podía ser seguido cruzaba por el serpenteante valle
accidentado lleno de rocas filosas y nieve acumulada. De a ratos el suelo
aplanado que funcionaba de sendero se perdía entre el frío manto, y más
adelante entre la maleza y las viejas hojas y pastos congelados.
Abrió
bien ese par de ojos grandes para tratar de ver de dónde provenía ese aroma.
Despegó la cabeza del suelo para oír mejor, y logró escuchar unas risas. No
eran risas enanas; esas eran graves y eran fáciles de identificar. Estas otras
eran risas más claras, de una criatura que no había visto antes.
Abajo
en el valle vio a tres individuos, dos sentados alrededor de una fogata que
apenas podía mantener el fuego. El otro estaba caminando inquieto alrededor de
ellos. No portaban armas como las de los enanos, a ellos los conocía bien.
Defenderse de las hachas era bastante difícil todavía, pero se había dado
cuenta que con un golpe certero de la cola, lograba desarmar rápidamente a sus
presas, para después sujetarlos y darle un festín.
Estos
tres eran diferentes; mucho más altos que un enano. Rubios, no castaños. Con
espadas, no hachas. De cabello suelto y largo, no trenzado, y acompañados cada
uno por un caballo real, no ponis ni burros. No, no eran enanos y pero su aroma
era mucho más exquisito que el de un enano.
Un
hambre monstruosa invadió su ser, la boca se le llenó de saliva que corrió
entre sus puntiagudos dientes y salió entre su hocico. Guiado por el estómago,
se deslizó siempre con el pecho bajó y pegado lo más posible a la roca alta que
estaba bordeando un lado del valle, aplanando su cuerpo lo más posible al
suelo. Agachó ese par de alas negras que tenía para no ser visto, como cuando
cazaba conejos o enanos o venados, y contrajo las escamas filosas que tenía en
la espalda para que su cuerpo no fuera más que una roca moviéndose
sigilosamente sobre sus presas.
Bajó
por una ladera escarpada fuera de la vista de las criaturas, y cuando estuvo
cerca, escuchó nuevamente.
- Ya te he dicho que
estas tierras están desoladas y abandonadas, Hithral. No hay de qué
preocuparse. Los grandes gusanos se han ido ya, podemos
viajar tranquilos en este sitio. Los orcos no llegarán hasta aquí.
- Los orcos no me
preocupan tanto, sé que Su Majestad Thranduil no los dejará llegar hasta el
norte. Oí antes de salir que algo había atacado caravanas de enanos de las
Montañas Grises. El Rey enano no cree que sea un dragón tampoco, pero ¿qué más
podría devorar toda una caravana?
Habían
pasado dos semanas sin probar carne. Cuando aquella caravana pasó por ahí, no
dudó ni un momento en abalanzarse sobre ellos y ver si podía conseguir algo
para apaciguar el estómago
- El frío, quizás. Este maldito clima me
está matando. Y si a mí me está acabando, imagínate a los enanos —Volvió a
decir el primero.
***
Bajó
más siempre ocultándose entre las escarpadas rocas, poniéndose más cerca en la
ladera que estaba de espaldas a esos seres, y cuando estuvo más cerca y seguro
de que al menos lograría atrapar a uno, se levantó imponente en sus dos patas
traseras mostrando el tamaño que había alcanzado en los últimos meses.
Al
levantarse un gruñido vino desde el fondo de su estómago, subió por su larga
garganta y se coló entre sus puntiagudos dientes. El sonido fue suficiente para
atraer la atención de los tres exploradores y sus caballos.
Aprovechó
el grito que hicieron para atacar al que estaba más cerca; era más alto de lo
que creía, pero no más que él. Sus largos y rubios cabellos se agitaron cuando
trató de cerrar su mandíbula sobre él, pero ágilmente lo esquivó y logró desenfundar
una espada curvada con la que se defendió.
Lo
hirió en la cara, justo entre los ojos y la nariz. El golpe que le dio fue
suficiente para hacerlo sangrar, y la furia que sintió en ese momento vino
desde adentro, a la altura de su corazón agitado.
El
ser se arrastró hasta donde estaba su caballo asustado, y se reunió con los
otros dos que también reflejaban su miedo en los ojos claros. El sudor frío los
recorría desde sus puntiagudas orejas y las manos empuñando espadas similares
temblaban.
Al
ver a los tres armados, sintió esa furia en el corazón aún más fuerte, y como
acidez, esa sensación le quemó garganta arriba, saliendo de su boca ardiente
hacia sus presas. La sustancia no se parecía a nada que hubiera engullido
antes. Ardía en su boca, como fuego, pero no era precisamente etéreo; era más
bien un líquido viscoso y rojo, algo que nunca había visto en él.
- ¡Uruloki! ¡No es un
gusano de frío! ¡Escupe fuego!— gritó uno— ¡Los dragones no están extintos!
- ¡Suban a su caballo
y lleven la noticia a Thranduil! — Les dijo el más viejo — ¡Yo distraigo a la
tormenta ardiente! ¡Urëraumo! ¡Los dragones no se acabaron con Smaug!
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